jueves, 25 de febrero de 2016

Alteridad. Una invitación a Vernos-Sentirnos. Reflexiones "tardías" de lo "Maturana-Echeverría".

Me quedé reflexionando sobre lo dicho cuando surgió este intercambio de miradas, opiniones, versiones e incluso acusaciones entre dos figuras de nuestro mundo intelectual chileno como son el Dr. Humberto Maturana y Rafael Echeverría. No puedo negar que sentí un grado no menor de incomodidad en lo sucedido. De alguna manera lo hice mio. Debe ser porque he sido aprendiz de ambos maestros. Sus lecciones ya son parte de mi vida, tanto profesional como personal (como si la vida se pudiese fragmentar así). Un tercer maestro me mostró el cómo aproximarme a esto que tanto me incomodaba.

Hace tan solo unos días atrás murió el filósofo, escritor y experto en semiótica italiano, Umberto Eco. Hay personas que han sido invisibles en mi vida, hasta que, con fuerza, dejan de serlo. Y cuando aparecen, comienzan, en el grado que yo le dé autoridad, a convertirse en mis nuevos maestros. Me ocurrió el noviembre del 2005, a mis cuarenta y tanto, cuando “descubrí” a Carl Jung. Desde entonces ha sido un gran maestro, sencillamente brillante el hombre. Y ahora me ocurre, a mis cincuenta y tanto, con Umberto Eco.

Mientras surgía la polémica entre Maturana y Echeverría, estaba terminando de leer el libro ¿En qué creen los que no creen? Este libro, más que un libro en su forma tradicional, es un intercambio epistolar, un coloquio epistolar, tal cual lo definen ellos mismos, sus “autores”. El ya presentado, Umberto Eco, se intercambia cartas (a través de la revista "Liberal") con el padre jesuita, rector de la Universidad Gregoriana y, en ese entonces (fines del siglo pasado) arzobispo de Milán, Carlos María Martini. En ellas nace, a mi juicio, un maravilloso fluir de ideas, cuestionamientos y reflexiones sobre temáticas diversas de las miradas de los laicos y de los creyentes, en este caso mayoritariamente la mirada de los creyentes católicos.

El primer borde que me gustó distinguir fue la argumentación de Eco referente a qué significa que un laico opine sobre materias concernientes a una religión y viceversa. No menor el tema, ya que mi experiencia me ha demostrado en muchas ocasiones que cuando los laicos opinan sobre las normas, valores, costumbres, responsabilidades e incluso reglas que “impone” una religión a través de su estructura, la Iglesia (en el caso de los católicos), lo hacen desde una oposición drástica y muy crítica. Me explico. Un laico puede estar muy en desacuerdo que la Iglesia defienda el derecho a la vida, oponiéndose al aborto, por ejemplo, o que se oponga al divorcio, o al matrimonio entre homosexuales. Sin embargo, más allá de su total, abierto y legítimo descuerdo, tendrá que reconocer que él o ella no pertenece a tal religión (por decisión propia) y que es del todo justo respetar a quienes si pertenecen a tal comunidad y creen en lo que creen, también teniendo la libertad de dejar de pertenecer y, por tanto, dejar de creer. El límite está definido en los ámbitos en que los representantes de tal religión (y sus seguidores) comienzan a imponer a los no creyentes sus propias creencia, con las consecuencias de no sumarse a ellas, como lo que está ocurriendo con los musulmanes extremos.

El motor de la conversación entre estos señores, en lo que a este, mi escrito, se refiere, toma cuerpo con la siguiente pregunta que aporta Umberto Eco: Si existe una visión de esperanza que pueda ser común para creyentes y no creyentes, ¿en qué se basaría? Carlos María Martini invita a la reflexión con otro par de preguntas: ¿Cuál es el fundamento último de la ética para un laico? ¿Qué tipo de justificación última dan a su proceder?

Te invito a detenerte aquí, a que no sigas leyendo. Te invito a que te quedes “pegado” un momento en estas tres preguntas, que las vuelvas a leer y comiences a esbozar tus propias respuestas.

Me imagino que más de alguno se habrá cuestionado la pregunta del arzobispo, ya que, al menos a mí, me invitó a preguntar cuál es fundamento último de la ética del creyente. Aquí se vuelve aún más interesante la reflexión ya que entra en juego la Trascendencia en el caso de los creyentes, cosa que no necesariamente se da en los laicos.  El creyente hace referencia en su creer en lo Absoluto, a principios metafísicos y a misterios trascendentes que definen valores universales dentro de su religión, que dan fundamento a acciones y conductas éticas. El creyente cree, sin cuestionarse el porqué cree. En el caso de los católicos, creen en una moral revelada por la figura de Cristo que da un ejemplo en vida a seguir: en el amor al prójimo, en el perdón a sus enemigos, en la solidaridad. El creyente se siente observado y acompañado por su Dios y como tal, sabe que en la trascendencia de su creencia y de su existencia puede merecer premio por una vida recta, como castigo por un actuar indebido.Y si actúa mal, siempre puede pedir perdón, que ante su Dios misericordioso, lo más probable es que lo obtenga. Cabe destacar, al mencionar todo esto, estoy pensando en todos los creyentes católicos que siguen su fe bajo los imperativos morales que adhieren (mi madre por ejemplo); no en quienes han hecho muy mal uso de su autoridad eclesiástica para cometer delitos despreciables, como tampoco en la Iglesia histórica que justificó atrocidades sobre sus mismos seguidores como sobre los no creyentes.

En el caso del laico, al no existir un Dios al que seguir, el escrutinio de su conducta no será juzgado desde “arriba” y la manera de encontrar el perdón (si lo desea) será a través de la confesión pública. Ante la ausencia de un Dios, lo que da sentido al ser humano es el reconocimiento de otros seres humanos, el consuelo se encuentra acá en la Tierra. Sin reconocimiento no existe humanidad. Sin reconocimiento por otros seres humanos, no nos sentimos, no nos constituimos como humanos, seres de una misma especie.

Volviendo a la pregunta del arzobispo, el fundamento último de la ética para un laico podría estar dado en el amor que entrega a otros y en el amor que recibe de otros (y digo "podría", y no “está dado”, porque es más una invitación a reflexionar que una afirmación certera). Es decir, la dimensión ética en un no creyente surge en la medida que surge un otro, en la medida que toma conciencia de un otro, cuando efectivamente entran en escena los demás seres humanos. De allí, me surge que toda conducta reñida con la ética tiene como fundamento el no querer ver a los demás, el no desear ver las consecuencias de sus acciones sobre los demás. Esa misma conducta ética estará construida en lo que cada persona desee validar de sí mismo, en el cuánto estará aceptándose, reconociéndose como un ser humano recto en su actuar, uno que no tiene conflictos con su propia conciencia.

Carlos María Martini evoca a la Dignidad Humana (así con mayúscula), a ser seguida por creyentes y no creyentes como un fundamento ético universal, entendiéndose por ello: “no usar nunca a los demás como instrumento, respetar en cualquier caso y constantemente su inviolabilidad, considerar siempre a toda persona como realidad indispensable e intangible”.

Umberto Eco trae a la palestra un cuestionamiento, a mi juicio, precioso: ¿Existen los Universales Semánticos? Él los define como nociones elementales comunes a todos los seres humanos que pueden ser expresadas por todas las lenguas, por todas las razas. Eco lo manifiesta textualmente de esta manera:

“Todas las culturas tienen una noción común que hace referencia la posición de nuestro cuerpo en el espacio. Poseemos concepciones universales acerca de la constricción: no deseamos que nadie nos impida hablar, ver, escuchar, dormir, tragar o expeler, ir a donde queramos; sufrimos si alguien nos ata o nos segrega, si nos golpea, hiere o mata, si nos somete a torturas físicas o psíquicas que disminuyan o anulen nuestra capacidad de pensar. Base para una ética universal: debemos respetar, ante todo, los derechos de la corporalidad ajena, entre los que se cuentan también el derecho a hablar y a pensar”.

Volvemos, desde la mirada de ambos, tanto de la Dignidad Humana como de estos Universales Semánticos, a la noción de validar a cada ser humano que tenemos en frente, de, como bien dice el Dr. Maturana, legitimar a otro como un legítimo otro. De legitimar su ser y su estar siendo, su historia, sus dolores, sus aspiraciones, sus alegrías, sus temores y sus deseos. Insisto, nuestra humanidad se valida como humanidad en la medida que existe reconocimiento entre nosotros, como miembros de una misma especie, que legitima la dignidad humana y valida esos universales semánticos. Es sólo desde allí, desde dónde puede existir un actuar ético, independiente de si somos creyentes o laicos.

Ximena Dávila y Humberto Maturana lo traen precisamente a colación en su nuevo libro del Árbol del Vivir:

¡Vivimos Ciegos!
Y no es que no veamos, sino que simplemente no vemos-sentimos lo que otros ven-sienten.

Coincidentemente, el año pasado me “tope” con Ubuntu, una filosofía africana que dice, en muy simple, que somos parte de una gran familia humana, hermanos que viajamos juntos en este planeta llamado Tierra. En la práctica, esta filosofía se traduce en lo siguiente cuando dos seres humanos se encuentran. Uno se acerca al otro y le dice “Sawa bona” (Te veo) a lo que el otro hombre o mujer responde “Sikhona(Entonces yo existo). Con este sencillo saludo e intercambio, ambos seres humanos se hacen presentes para ellos mismos, se conectan y reconocen como partes de un todo mayor: "Soy porque nosotros somos"

¿Cómo relaciono la entrevista que le hacen al Dr. Maturana (“El Enojo de Maturana: Yo no tengo nada que ver con el Coaching”) con el libro que acabo de describir de Eco y Martini? Me surge la ética como la base y fundamento de lo que cuestiona el doctor en referencia tanto a su relación inicial con Echeverría y luego al cuestionar firmemente al Coaching Ontológico. Sin embargo, el cuestionamiento ético esta dado por la falta de validación y de legitimación del otro, como bien lo describen Eco y Martini. Por un lado, siento yo, Maturana no se siente legitimizado por Echeverría, en todo el episodio de la entrega de sus conocimientos e ideas, que a juicio del doctor, Echeverría utiliza no éticamente.

Más relevante aún, para mí que desarrollo actividades de coaching, es el cuestionamiento al Coaching Ontológico que hace el doctor. En palabras textuales de Maturana:

“El riesgo de los actos del habla es que los puedes transformar en instrumentos de manipulación, más que en responsabilidad de tu quehacer. El “coaching ontológico” ha terminado en un modelo donde la persona desaparece. Se erige como un manual con los pasos a seguir”.

Al leerlo por primera vez, me saltaron los conceptos “del modelo y de la técnica”, porque lo he visto en el ejercicio de mi profesión que, en ocasiones, hemos dejado de ver a los seres humanos a los que servimos. Me uno a la crítica del Don Humberto al cuestionar que la técnica o el proceso, a veces, hace desaparecer a la persona que estamos supuestamente sirviendo. Sin embargo, no generalizo, porque no me consta que así sea así siempre. De hecho, en mi caso, busco definitivamente ver (legitimar, validar) a la otra persona.

Y justo aquí me surge una enseñanza del mismo Dr. Maturana: “Todo ser se materializa en un hacer”. Si se me define como un ser generoso, cabe preguntarse qué acciones y conductas generosas validan ese “ser” generoso, qué “hacer” me constituye en generoso. En la misma línea, la invitación es a cuestionarnos qué acciones, qué haceres nos constituyen en un “ser” coach. Desde allí, el “Coaching Ontológico” no es un en sí. Es lo que cada coach ontológico desee que sea su quehacer cómo coach. Depende de cada coach (ser humano a servicio de otro ser humano) si desea que la persona aparezca o prefiere “pasar la materia” de la técnica, del cómo, de los actos del habla.

Invito a este texto a otro maestro, Juddi Krishnamurti. En el primer tercio del libro del psicólogo argentino Juan Magliano, “La empresa sin miedo”, se trascriben las conversaciones de Krishnamurti con un grupo de CEOs de multinacionales que son invitados a reflexionar en la India con el maestro. Me llamó la atención, entre muchas preciosas conversaciones, cuando uno de los CEOs le pregunta al Krishnamurti qué hacer cuando él se da cuenta que está manipulando a su gente. Krishnamurti le responde: “Si pregunta “¿Cómo hago?”, esté buscando un método, ¿verdad? Su intención es tener a mano una herramienta que lo ayude a solucionar este problema. Si lo desea evitar, buscará un método destinado a eliminar esa imagen incomoda. Pero, si quiere comprender qué significa para usted manipular a otros a través del miedo, tendrá que observarlo a medida que surge en usted al relacionarse con sus colaboradores. Se trata de observar todo eso sin desear nada, sin criticar, sin condenarse, sin auto-proclamarse “manipulador”, de modo que su única intención sea comprender”.

Nuevamente, todo actuar ético tiene que ver con legitimar a un otro, con verlo, con hacer que exista en la medida que es visto. Así, Krishnamurti también juzga la técnica, el cómo. No se requiere nada para no ser manipulador, sólo el deseo de no serlo. No se requiere técnica para ver a un otro, sino sencillamente el deseo de ver a ese legítimo otro. Y allí, la técnica, el proceso y su resultado pasan a ser secundarios. Mientras no exista una transformación en el deseo de convivir, en el deseo de un ser humano (muchas veces jefatura) de ver a otros seres humanos (muchas veces sus subordinados y colaboradores), en un “Metadeseo” personal y organizacional mayor, los procesos de coaching pueden fácilmente caer en pozos vacios.

Todo este “intercambio epistolar” entre Maturana y Echeverría me llevó a reflexionar y a cuestionarme quién estoy siendo yo en relación a mis maestros y mis aprendizajes, en particular a Maturana con quien tuve la fortuna de estudiar estos últimos dos años y medio. Krishnamurti me regalo una buena pista. “En el momento que siguen a alguien, dejan de seguir a la Verdad”. En mi caso, MI verdad. En el tuyo, TU verdad. Estamos siendo una buena, sana y equilibrada mezcla de los maestros que hemos tenido en nuestras vidas, proceso que nunca termina.

Hoy me doy cuenta que lo que me incomodó profundamente de este intercambio de miradas (por decirlo gentilmente), fue que yo mismo me sentí inclinado a tomar partido, a validar un “bando”. Y me pregunté ¿bajo qué criterio se puede hacer eso? ¿Cuestionando el parecer y actuar ya “histórico” de uno u otro? Me pregunté por el sentido de lo dicho por el doctor. ¿Para qué dijo lo que dijo? ¿Desde qué emoción lo dijo? ¿Por qué tantos años sin saldar estos pendientes? ¿Por qué tanta generalización que no legitima a muchos coaches que hacemos nuestro trabajo éticamente?

Me cuestioné también lo ético de hacer públicas conversaciones privadas, involucrando incluso a terceros, como lo hizo Echeverría al mostrar los correos entre ambos y más aun, publicarlos en su web de Newfield Consulting. ¿Qué luz, qué señal da a nuevos interesados en certificarse como coaches en una escuela que publica lo privado, además ni siquiera de manera personal, sino que lo institucionaliza? ¿Desde qué emoción se hace eso? Se me vivieron a la mente todas las riñas y desencuentros históricos con Olalla y Flores. ¿Cómo moverse en ese mundo sin el brutal ego de los gurus? ¿Cómo ser congruentes con lo que predican en sus conferencias ante tantos seres humanos ávidos de guías emocionales y espirituales, que posean comportamientos éticos?

Al final, son seres muy humanos, como tú y yo. Siento que les faltó humildad e incluso capacidad de perdón, deseos de convivir en un espacio en que caben todas las miradas. Es por ello, que considero irrelevante incursionar quién es el “dueño” de tal o cuál distinción, como si el conocimiento y el entendimiento pudiesen tener propietarios.

Al final, me parece mil veces más sano, alejarme de esa discusión. Yo soy Facilitador de Contextos, labor que desarrollo con mi estar siendo “coach”, como también mi estar siendo “biólogo-cultural”. Lo poderoso, a mi juicio, es no atarnos a los títulos ni a las profesiones, porque en el momento en que lo hacemos  “cosificamos” nuestras disciplinas y caemos en el apego a “gurús”, a verdades y teorías que nos impiden ser nosotros mismos, en la libertad y autonomía de seguir nuestro propio camino en el servir. Prefiero, desde allí, traer a la mano (desde el observador que soy) las enseñanzas, lecciones, reflexiones y sabidurías de, entre otros, Echeverría, Flores, Olalla, Varela, Dávila, Eco, Jung, Krishnamurti y, definitivamente, Maturana. Nadie sobra, todos aportan y, por ello, los valido a cada uno de ellos como mis maestros.

Termino trayendo una frase del escritor italiano, Italo Mancini, de su libro El regreso de los rostros. -

Nuestro mundo, para vivirlo, amarlo, santificarlo, no nos viene dado por los eventos de la historia o por los fenómenos de la naturaleza; nos viene dado por la existencia de esos inauditos centros de alteridad que son los rostros, rostros para mirar, para respetar, para acariciar.

En la medida que tengamos presentes los rostros de otros (como también el rostro de nuestra biosfera), nuestros actuares serán éticos ya que tomaremos conciencia de nuestros actos y cómo ellos afectan a otros, ya sea en las grandes políticas de Estado, en la aplicación de una técnica como el Coaching (sea ontológico o no), en el convivir laboral, con nuestra pareja, con nuestros hijos e incluso en el convivir diario con nosotros mismos. En resumen, una invitación a descubrir la “alteridad”.